Sonaba una rolita del Tri, alzaba la mirada y aparecía el lago de Pátzcuaro, mi acompañante destapaba la segunda cerveza de esa tarde de otoño en la isla de Janitzio. Nuestra música se perdía entre gritos de señoras que ofrecían chelas bien frías, lo mismo que un elote o un platito de charales para ir botaneando.
Un joven de camiseta negra con letras rojas y la foto de una cabeza sostenida de los cabellos por una mano con la leyenda: Matando Güeros, título del disco de la banda de rock mexicano "Brujería", oía las rolas que sonaban mientras se tomaba una XX lager, comentaba a un vendedor que el día estaba muy flojo.
La noche del 31 de octubre fría y solitaria, cierto aire nostálgico se respiraba en las estrechas calles de la Isla, unas cuantas velas iluminaban casas, las tradicionales flores de cempazuchitl en los altares purépechas que esperaban el retorno de sus muertos, vecinos llegaban con pequeñas ofrendas en canastas y otros en silencio armaban un arco de flores simulando la entrada a un templo.
Lanchas venían desde Pátzcuaro, repletas de mercancía que nativos de Janitzio ofrecerían a los turistas la noche del día de muertos. De las embarcaciones descendían en su mayoría, señoras cargando cajas, bolsas, flores y demás accesorios que adornarían la ofrenda e ingredientes para los alimentos la madrugada del 1 de noviembre.
En el muelle principal, niños y jóvenes del pueblo transportan mercancías a las casas a cambio de unas monedas, no se tiene una cuota a cambio de la “ayuda” recibida. Brazos delgados y jóvenes se asoman debajo de enormes bultos que cargan sobre su espalda. La única manera de transportar mercancía, muebles, accesorios y cualquier objeto es a pie.
Las tumbas ya están adornadas al mediodía, los “angelitos” (como llaman los pobladores a los niños difuntos), bajarán este día mientras los familiares esperan bajo el sol ardiente. Otra cerveza para refrescar la garganta. Sentado, cubierto por una enorme sombrilla, paseo la mirada, una vez más, por el lago color café obscuro. El mismo joven de la noche anterior se acerca, pregunta por mi acompañante, la luz del sol delataba la astucia y melancolía de sus ojos rasgados, su piel morena parecía ser el reflejo de ese gran lago que a lo lejos soportaba el peso de embarcaciones que iban y venían de un muelle a otro llenas de gente.
El joven de 20 años, sostenía su XX lager con las dos manos, relataba la jornada de la noche anterior, con su voz delgada acompañada de miradas fuertes y un gesto desesperado, confesaba que ese día apenas ganó 1000 pesos a comparación de los 2000 de los dos años anteriores.
Compartíamos la sombra y los pequeños tragos de la primer cerveza de la tarde. Rey David es su nombre, sonríe mientras afirma que únicamente la música que le gusta es rock nacional. El sol de las 3:00 pm calienta la eterna cerveza del chico, comenta que ir a Estados Unidos es la única forma de hacer algo como los otros del pueblo, consiguen contratos de tres o seis meses para ir al norte a trabajar la tierra.
Es casado, tiene un niño de 10 meses y un hermano que es policía municipal en Pátzcuaro. Al referirse a su madre adquiere firmeza en su postura de la misma forma que su voz se endurece, comienza a narrar lo ocurrido un día antes en el muelle cuando arrojó un par de cajas al lago, las mismas que pertenecían a un “señor grande que ofendió a mi mamá, la ridiculizó, la hizo llorar y quiso golpearla”.
Como jefe de la casa, así se autonombra, trabaja de cargador cuyas ganancias son inciertas, van de los 60 a 100 pesos y en ocasiones nada. No acepta ninguna pregunta. Sus labios son delgados, los dientes derechitos parecen un aguacero de verano en el campo, unos musculosos y jóvenes brazos son su herramienta para cualquier trabajo, como aquel que tuvo en Pátzcuaro en una empacadora de pescado, que por 700 pesos semanales, 12 horas diarias sirvieron para cargar pesados costales.
Aprieta el puño mientras asevera que en la isla no tiene amigos. Fue miembro del equipo de canotaje que representó al estado de Michoacán hace años, donde ganó 12 medallas, con una risa picaresca dice haber dejado el deporte en la secundaria “por el alcohol, las morras y el desmadre”. No para de hablar, pareciera que sus palabras estuvieron enterradas por una eternidad.
Para David los obstáculos son invisibles, sus chambas han sido: vendedor de paletas, cargador, pescador, empacador, vendedor de banderas (esto en el D.F, solo por cinco semanas porque golpeo al patrón “por andar hablando” de los compañeros) y cualquier actividad remunerada. Describe con detalle la ocasión que se aventó al lago por la tablet de un turista que después le pago 500 pesos por el rescate. O el día que lo contrataron para matar una víbora de la casa de una vecina.
El trabajo más duro, riesgoso o imposible aún no lo conoce, porque el chico arriesga la vida para “vestir a su esposa, llevar comida a la casa, comprarle a mi mamá lo que le gusta, aprovecho que ahora la tengo, mantener a mi hijo y como no tuve papá, quiero darle muchas cosas”. Su vida inspira a la imaginación, a volar tan alto como llegue la magia de una mente que no conoce límites.
Después de horas de charla, Rey David dijo que Janitzio ya no es como antes, quizá sea que para llegar ahí se debe pasar por Pátzcuaro, municipio controlado por el cartel de la droga conocido como Los Caballeros Templarios, o la policía rural que según David, “son los mismos nomas que disfrazados”; justo tres días antes de nuestra charla hubo una balacera en el centro a plena luz del día. Con una voz ausente de expresión, comenta no saber para que esta ahí la policía federal. Recuerda la ocasión cuando lo detuvieron por traer unas bolsitas de marihuana, para dejarlo ir le quitaron la medalla que le regalo su novia y una esclava que había encontrado, aunque agradece porque después de esa mala experiencia dejo de drogarse tras haberlo hecho durante un par de años atrás.
La noche comenzó a enfriarse otra vez. Desde el mirador parece que las estrellas bajaron a iluminar el panteón de Janitzio y el camino de los muertos que recorrerán esta noche, a su espera entre las tumbas, mujeres en su mayoría, duermen junto a la canasta de comida preparada para recibir a sus difuntos.